Edades de la humanidad


I

   Al abordar el desarrollo de la cultura en relación con los ritmos naturales que rigen la vida humana, no hacemos quizá más que aplicar la antigua máxima de Hermes Trismegisto: “lo pequeño es como lo grande”, pues la cultura en su más amplio sentido representa la vida de la sociedad, y ésta es, respecto del individuo, una unidad mayor que lo contiene. La vida humana posee una característica que la diferencia de todo otro organismo conocido: es la madurez sexual en dos fases, separadas por un largo período de latencia, entre los cinco y los diez años de edad. Precisamente esta interrupción del desarrollo sexual, con la consiguiente sublimación del instinto, posibilitó el desarrollo de la cultura, servida por dichas energías instintivas recategorizadas, y consagradas a un nuevo fin. Los años de latencia de la sexualidad son precisamente aquellos en los que el ser humano aprende con más rapidez, y eleva su entendimiento por sobre las demás especies animales.
   Puesto que la cultura es un producto de la actividad psíquica humana, cabe preguntarse si no está regida por los mismos ritmos naturales que el hombre; en tal caso, el período de latencia de la sexualidad, característico de la especie humana, ha de encontrar su correlato en la vida de las culturas. Con esta idea hemos examinado el desarrollo de la cultura occidental, nacida en la Grecia clásica; pronto hemos discernido un desarrollo en dos fases, interrumpido por un prolongado período de latencia representado por la Edad Media.
   A partir del Renacimiento, el pensamiento y el arte griegos recobran su impulso, como si no hubiesen transcurrido dos mil años desde su primer auge; sus temas, de carácter humanista, son retomados por los artistas europeos del siglo XVI, quienes desarrollan y perfeccionan sus técnicas: Miguel Angel es un epígono de Praxiteles y Fidias, Bramante lo es de Ictino y Calícrates, Luca Pacioli es una lejana onda provocada por Vitrubio. A su vez la ciencia griega, que inauguró la visión positiva del mundo -apartándose del pensamiento simbólico de la alta Antigüedad- tras un letargo milenario proyectó su mirada a nuevos horizontes, y la física de Arquímedes desembocó en la aerostación, la cartografía de Ptolomeo en las proyecciones bipolares, las observaciones de Eratóstenes e Hiparco en la geodesia y la astronomía.
   Concebimos pues a la Grecia clásica como la infancia de nuestra cultura occidental, figurando el Renacimiento la pubertad o adolescencia. Entre ambas se sitúa la Edad Media, equivalente al período de latencia de la sexualidad en el hombre, durante el cual los procesos de maduración generativa se interrumpen, en provecho de conceptos abstractos de valor cultural. Precisamente encontramos en la Edad Media, tanto en las comunidades cristianas como islámicas, aquella tendencia a los ideales abstractos propia del período de latencia en el hombre, y que está orientada a fijar y definir los valores morales en el individuo. La sobrevaloración medieval de los conceptos morales, en detrimento de “la carne” (los elementos materiales) es precisamente el opuesto dialéctico del humanismo y el positivismo griegos, que enfoca al hombre y su mundo circundante. El espíritu medieval representa pues una negación del espíritu clásico, que debió permanecer en latencia durante aquella edad oscura.
   Tenemos pues un paralelo bien establecido entre la vida humana y el desarrollo de la cultura occidental. Sin embargo, se objetará que la desvalorización del mundo físico no es un invento medieval, pues ya se observa en los profetas del Antiguo Testamento. Añadiré aún, que el rechazo de la sensualidad es muy claro en la prédica del Buda, y, sin ser tan absoluto, lo detectamos en Confucio -diríamos que no se puede ser moralista sin negar valor a los instintos. Estos creadores de las grandes religiones actuaron de un modo visceral, rebelándose contra las tentaciones materiales, precisamente por la misma época en que la civilización griega comenzaba a echar una nueva mirada sobre el mundo físico.
   En efecto, sabemos que la mayor parte de los textos del Antiguo Testamento fueron compuestos hacia el siglo -VI, época en que vivieron asimismo Siddhartha Gautama y Confucio. En la Hélade, fue el tiempo en que nacían el arte humanista y la ciencia positiva: Homero (-VII), Tales de Mileto (-VI), Sófocles, Heródoto, Platón (-V) etc. De modo que la cultura griega, humanista y científica, nació más o menos al mismo tiempo que su negación dialéctica despuntaba con fuerza en otras regiones del orbe: judaísmo, budismo, confusionismo, religiones que devalúan los instintos y el mundo físico. Pero la coincidencia de fechas es anecdótica, y no conviene otorgarle un valor excesivo; de hecho, algunas de las mencionadas ideologías reconocen precursores individuales incomprendidos en su tiempo.
   Ahora bien, estos gemelos antitéticos, budismo, judaísmo, confusionismo por un lado, y helenismo por el otro, tienen un denominador común, que revela su hasta ahora insospechado parentesco: y es que unos y otros coinciden en la desacralización de la naturaleza. En efecto, los profetas desdeñando los bienes de este mundo, los griegos analizando dichos bienes con una genial falta de respeto, todos despojaron a la naturaleza del manto sagrado con que la cubrían las culturas más antiguas, que veían en cada objeto un símbolo y una cifra de la divinidad. Por aquí vemos que el pensamiento griego proviene de la misma matriz evolutiva que sus hermanos dioscuros, los moralistas ascéticos.
   Se comprenderá que atribuya entonces al cristianismo -avatar de estas religiones abstractas- no una interferencia casual con la cultura grecorromana, sino un programado eclipse de ella, a favor de los tiempos históricos que corrían. En efecto, la ciencia griega, irradiando como un faro en Alejandría, no podía ser asimilada por el mundo antiguo, apenas preparado para tal corpus de conocimientos y métodos nuevos. Hubo de llamarse a latencia, cediendo el campo a las corrientes moralizantes, por más de un milenio: éste es el tiempo que llevó a los pueblos bárbaros internalizar los valores morales del cristianismo. Una vez preparados moralmente, los descendientes de aquellos bárbaros pudieron asimilar la ciencia y el arte griegos, y producir nuevos frutos de aquel árbol, lo que se conoció como el Renacimiento europeo.
   Es probable que este cuadro armonioso de nuestra evolución cultural presente algunos enigmas, como ser, qué condiciones morales e intelectuales posibilitaron el nacimiento de una nueva cultura en la Grecia clásica. No creo de utilidad acometer semejante problema, comparable a inquirir porqué una semilla de cardo germina y florece en un determinado sitio, y otra, depositada cerca, no lo hace. Lo cierto es que esta cultura de origen helénico, pasado el eclipse medieval, hoy se ha extendido no sólo por Occidente, sino por el mundo entero. Nos encontramos en plena adolescencia tecnológica, como bien ha dicho Carl Sagan. Las corrientes ascéticas han retrogradado al dominio de algunos cleros tradicionales, a tono con los tiempos.
   Resumiendo, diremos que la actual cultura mundial nació hacia -500, en forma de dos corrientes dialécticamente contrapuestas, focalizadas, la una en Grecia -corriente sensual- la otra en Judea, India y China -corriente ascética. Ambas corrientes configuran nuestra cultura, predominando una u otra según las fases de madurez, en forma análoga al desarrollo individual.

II

   Llegado a este punto, miro al pasado remoto, donde los vestigios arqueológicos y los mitos brindan una base para especular sobre un desarrollo análogo de otros ciclos culturales. Pues hubo, en efecto, una cultura anterior a la nuestra, de alcance mundial.
   Hicimos mención al pensamiento simbólico de la alta Antigüedad, compartido por numerosas culturas en ambos hemisferios: Mesopotamia, Egipto, India, China y América antigua, entre otras. Rasgo común a todas ellas ha sido la interpretación del mundo como un juego de símbolos, más aún: la acuñación sistemática y oficial de dichos símbolos en monumentos y templos. La llave de la cosmovisión antigua es la analogía, explicada en la conocida fórmula hermética. Por virtud de la analogía, la divinidad se hace presente, íntegra, en cada mónada del universo, sea ésta un átomo o una estrella. La ingeniería sagrada es una y la misma en todas estas culturas, con una misma técnica para el trabajo de la piedra, -imposible de imitar hoy- y una relación fija entre las unidades métricas de cada pueblo, lo cual demuestra la existencia de un primitivo patrón universal de pesos y medidas.
   Estos factores, y otros que sería largo enumerar aquí -algunos, insospechados, los presentamos en otros ensayos- hablan de una herencia común a todas estas culturas, y no únicamente de rasgos adquiridos por el comercio de unas con otras: las afinidades  son esenciales, las diferencias aleatorias, ello es señal de parentesco. Una pregunta de humo se presenta ¿dónde la cultura madre, cuna de las matemáticas, -ciencia de la armonía numérica que rige música y geometría- la astrología, la acupuntura, el megalitismo, ciencias básicas del mundo antiguo? Los mitos guiarán nuestros sueños a la onírica Atlantis, o Aztlán, según la leyenda sea griega o azteca.
   En todo caso, y sea cual sea la verdad de estas tradiciones, postulamos la existencia de un primer brote civilizador en tiempos remotos, brote único y perfecto, dotado con todas las ramas de la ciencia simbólica, luego desarrolladas por las grandes culturas de la alta Antigüedad. Aquella primer civilización megalítica no necesitó ocupar un espacio geográfico mayor que la Hélade, su equivalente en nuestro propio ciclo cultural. Sus refinadas técnicas y concepciones -oscuras aún hoy para nosotros- requerirían milenios para ser asimiladas por pueblos cazadores-recolectores, recién emergidos de las tinieblas del paleolítico. Si nuestra hipótesis es correcta, un prolongado período de latencia ha de haber mediado entre la civilización madre y sus epígonos, período que denominaré Edad Media neolítica.
   Ateniéndonos a algunos indicios, podemos estimar la duración de este medioevo en unos cinco mil años, desde el inicio de las sociedades agrícolas -ya impregnadas de religión astral- hasta el auge de las grandes civilizaciones antiguas, que elevaron la ciencia simbólica de la tierra y los cielos a complejidades extremas. Tracemos un paralelo: en Europa, pese al oscurantismo, los conceptos básicos de la cultura griega no se perdieron, gracias al atesoramiento y copia de las obras clásicas en los monasterios medievales, amén de la supervivencia física de muchas obras arquitectónicas y escultóricas en la propia Grecia. Otro tanto debemos suponer para la Edad Media neolítica; parece demostrada la gran antigüedad de las sociedades iniciáticas, cuyos miembros se transmitían la ciencia simbólica de generación en generación.  También existen motivos para sospechar que las técnicas del trabajo en piedra eran enseñadas por cada maestro a su discípulo.
   Así, la torre de Jericó o las murallas de Henán, en pleno neolítico,  exhiben una técnica de construcción similar a los monumentos de las grandes civilizaciones antiguas. Del mismo modo, los grandes alineamientos y templos megalíticos de Europa occidental cifran unidades métricas utilizadas igualmente por mayas y egipcios en sus templos, por no hablar de las figuras y proporciones pitagóricas que rigen por igual a todas estas construcciones, las cuales derivan de una arcaica geometría sagrada. 
   Concebimos pues la era de los megalitos europeos iniciada hacia -4700 como un perído pre-renacentista, similar a la “Edad Media ilustrada” de los siglos XII y XIII. Aquí y allá pueden haberse registrado otros focos de ciencia simbólica, pero los tiempos no estaban maduros para un renacimiento general de esta cultura antes de -3000. A partir de entonces, la ciencia simbólica dominó todas las culturas antiguas, y sólo comenzó a dar señales de decadencia en el primer milenio anterior a  la Era cristiana, cuando el Viejo Mundo comenzó a perder la fe en los antiguos valores.
   Cabe apuntar que la sucesión de los ciclos históricos no es lineal, pues mientras Egipto registró un auge de la ciencia simbólica hacia -2500, México vivió su acmé tres mil años después, con la civilización maya. Entre tanto, un nuevo ciclo cultural había nacido en Grecia, y se llamaba a latencia tras haber vivido la primer fase de su desarrollo. Resulta adecuada nuestra comparación de cada ciclo cultural con una vida humana, y del mismo modo que tres o más generaciones de individuos son contemporáneas, así culturas pertenecientes a diferentes ciclos históricos comparten una misma época. El encuentro de los europeos con los indios en 1492 supuso el choque de pueblos pertenecientes a dos ciclos culturales distintos, el uno en plena pubertad, el otro ya viejo, pues había vivido su adolescencia cuatro mil años antes. La rápida derrota de los imperios militares indios responde a esta diferencia evolutiva (las armas tienen su propia historia natural). Inmediatamente se extinguió la técnica antigua del trabajo en piedra, que observamos por igual en Gizeh, Isla de Pascua o Macchu Picchu: no más pirámides y templos consagrados a los astros. Y con la destrucción de estos diapasones pétreos, el mismo culto al sol, la luna y las estrellas murió. Unicamente han sobrevivido de aquel ciclo más antiguo los ecos que en la propia cultura europea perduraron en círculos iniciáticos, y que conforman la Gran Tradición ocultista -alquimia, cábala, astrología- último resto de la ciencia simbólica de la alta Antigüedad. 



III

   Hemos examinado dos ciclos culturales humanos, dos “Edades de la Humanidad”, para utilizar la terminología antigua. La antropología y la mitología nos hacen vislumbrar otras edades o ciclos más antiguos, a través de los cuales el espíritu humano fue iluminándose, descubriendo nuevos aspectos del Universo. Inmediatamente antes de las últimas dos edades, en el Paleolítico superior, existió la cultura de las cuevas, a cuyas notables manifestaciones de arte rupestre consagramos un ensayo aparte. Unicamente haré resaltar aquí el descubrimiento reciente de una fase muy antigua del arte rupestre, separada del más conocido período al que pertenecen Lascaux y Altamira por un intervalo de tiempo que dejó anonadados a los arqueólogos: ¡quince mil años!
   Ello abona claramente nuestra teoría del desarrollo de las culturas en dos fases, separadas por un período de latencia, análogamente al proceso de maduración de la sexualidad humana. Observamos que el tiempo de vida de las culturas es mayor a medida que nos alejamos hacia el pasado, aumentando correlativamente el período de latencia o Edad Media. El ciclo anterior al arte rupestre, correspondiente al dominio del fuego, abarca cientos de miles de años. Indudablemente la evolución de la cultura se va acelerando, sospechamos que en forma logarítmica.
   Si un nuevo tipo de cultura hiciese su aparición -lo que puede suceder de un momento a otro- poniendo en marcha un nuevo ciclo o edad humana, ésta sería cronológicamente mucho más breve que nuestro propio ciclo, aunque comparativamente, mucho más intensa en experiencias. Un tal ciclo condensaría en pocos siglos un caudal cultural equiparable al devengado desde la Grecia clásica hasta hoy. Tras lo cual, la desintegración de la cultura sería inminente. ¿Sobrevivirá el hombre a la aceleración cultural?
   Podríamos especular con un tiempo en que la vida cronológica de una cultura sea igual a la de un hombre: cada individuo crearía sus propios conceptos culturales, completamente distintos a los de sus semejantes: cada ser humano una nación aislada, adaptándose penosamente, por sus necesidades sexuales, a hacer el amor según ritos y costumbres extrañas, con gentes incomprensibles para él.
 Sea lo que fuere de los tiempos últimos, sospechamos que un próximo escalón no tendría lugar en la escala humana, produciéndose entonces el salto evolutivo a una nueva especie. Y ahora que lo pienso, cada especie representa una manera de intuir el cosmos, una idea rectora, una cosmogonía. La evolución se produciría debido a la incapacidad de una especie animal para incorporar nuevas conductas sin mutar. Este es nuestro corolario: cada edad o ciclo cultural humano corresponde a la vida de una especie, y es privilegio de la raza humana reunir en una sola existencia filogénica múltiples edades. Don de la metamorfosis espiritual, he aquí la herencia de Adán. 

Después. Corriendo la pluma dejó algunos puntos en el tintero: debí mencionar a Zoroastro entre los moralistas del siglo -VI, bien que su historicidad sea dudosa. La religión creada por él -o a él atribuida- reúne todos los condimentos del moralismo ascético: oposición de espíritu y materia, identificados respectivamente con luz y tinieblas, bien y mal -¡como si el mal no procediese del espíritu!- concepción retomada más tarde por el maniqueísmo. El exilio del espíritu, echado fuera del mundo físico, desintegró la cosmovisión simbólica, conduciendo a la civilización al actual estado de fragmentación y caos. Desde aquí, algunas mentes lúcidas entrevén ocasionalmente la unidad armónica de cuerpo y espíritu, pero son visiones de cielo azul en medio de la tormenta.
  Tan complementarios son ambos conceptos, que pueden establecerse conclusiones culturales a partir de hechos físicos, y viceversa. Llego ahora al segundo punto de esta nota, pues la humanidad actual presenta signos biológicos de estar atravesando una etapa adolescente. En efecto, a lo largo del siglo XX, -fenómeno inédito- la población mundial se ha triplicado, a favor de una verdadera explosión demográfica en los países del Tercer Mundo; la estatura del hombre, relativamente estable en siglos anteriores, ha crecido un promedio de diez centímetros, lo cual configura un “estirón” colectivo, análogo al desarrollo adolescente. Está madura ya la especie para generar un nuevo sol mental, cultural, humano.    



Actualización


                                    Círculo megalítico de Gobekli Tepe

Mi hipótesis de un primer brote civilizador anterior en varios miles de años a las grandes culturas antiguas se ha visto confirmada de manera espectacular por el descubrimiento de la cultura megalítica de Gobekli Tepe, cuya antigüedad ronda los once mil quinientos años (!). Exactamente cuando se hundió la Atlántida, según Platón. Se han desenterrado tres círculos megalíticos comparables a Stonehenge, con tallas animales que sugieren un antiguo zodíaco. Bajo tierra permanecen aún doscientos, lo cual habla de una arquitectura monumental de envergadura en plenos tiempos preagrícolas.
   Hasta ayer, ningún arqueólogo aceptaba siquiera la posibilidad de una cultura semejante hace doce mil años, pero la realidad ha desbordado todos los esquemas académicos, y aún los más escépticos han debido callar ante los hechos desnudos y duros. Entre esta cultura y sus lejanos epígonos –Sumeria, Egipto, Stonehenge, etc.- median unos seis mil o siete mil años. Este período corresponde a lo que he denominado Edad Media neolítica, un tiempo de latencia durante el cual se conservaron los conocimientos emanados de la cultura madre, sin desarrollos comparables a ella. A esta Edad Media pertenece Çatal Hüyük –dos mil años posterior a Gobekli Tepe-, y las antiguas culturas europeas descubiertas en las últimas décadas: Vinça y Hamangia, así como las manifestaciones megalíticas de la Bretaña francesa y Portugal, todas las cuales datan del quinto milenio antes de nuestra era.

   Lo que aún no sabemos es si Gobekli Tepe es el único foco de la cultura antediluviana –sus inicios son anteriores al final de la glaciación-, o si, por el contrario, se trata de uno entre varios enclaves monumentales que existieron entonces. En otras palabras, no sabemos si hemos hallado el Partenón de esta antigua civilización, -situado en su centro geográfico de irradiación- o el templo de Agrigento en Sicilia –uno de sus florecimientos marginales. Gobekli Tepe puede ser la punta de un iceberg, la porción recién hecha visible de la civilización antediluviana. 









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