Profundidades



“Hay cinco profundidades:
una profundidad del este y una profundidad del oeste;
una profundidad del norte y una profundidad del sur;
una profundidad del cenit y una profundidad del nadir;
una profundidad del pasado y una profundidad del futuro;
una profundidad del bien y una profundidad del mal.”
   Esta cita proviene del Séfer Yezirah, atribuido a Abraham. A las tres dimensiones espaciales suma una temporal, como Einstein, pero no se queda ahí: la quinta dimensión es moral, escapa a las limitaciones de la materia y el tiempo. Concuerda perfectamente con mi pensamiento, cuatro mil (?) años después. Pues así como el norte magnético atrae una aguja imantada, el bien y el mal se comportan como dos polos morales a cuya acción se encuentra sometida nuestra alma.
   Y así como los polos magnéticos terrestres no tienen concreción sólida, incluso varía su ubicación con el tiempo, del mismo modo es inepto pretender captar los polos morales como si fuesen algo material. Pero su inmaterialidad no significa inexistencia, ni mucho menos: son principios actuantes en la realidad. En ella puede observarse su presencia, a menos que uno sea moralmente ciego.
   A mí me basta con ver las fotos de asesinos seriales como el necrófilo Otis, o el llamado “monstruo de los Andes”, o el satánico Chicatylo, para leer en su fisonomía la incidencia del mal como polo moral dominante, o profundidad hacia la cual tiende ese ser, para utilizar los términos del Séfer Yézirah. Pero no se trata de rasgos anatómicos medibles o susceptibles de ser clasificados en una tabla, a la manera de Lombroso; sino de una expresión maligna emergente del conjunto.
   El psicoanálisis podrá explicarnos la mecánica sádico-anal de sus almas, pero nunca sabrá decirnos porqué ellos eligieron tales extremos de horror y sufrimiento, mientras la mayoría de las personas integra lo sádico-anal en una sexualidad normal. La mecánica psicológica en ambos casos es la misma; pero la forma, el sentido, la intensidad de cada práctica sexual resultarán –dentro de ciertas pautas ofrecidas por la experiencia infantil- según el talento o la vulgaridad, la fantasía o la tosquedad, el refinamiento o la brutalidad, en definitiva, según la vocación moral del individuo.  
  Leamos algunas declaraciones de los asesinos, a fin de comprenderlos mejor:

“No tengo ningún deseo de reformarme. Mi único deseo es reformar a la gente que quiere reformarme. Y creo que la única manera de conseguirlo es matándola. Mi lema es róbales, viólales y mátales.” (Carl Panzram)

“¡Que alegría morir en la silla eléctrica! Será el último escalofrío, uno de los pocos que todavía no he experimentado”. (Albert Fish)

“Después de que me decapiten, podré oír por un momento el sonido de mi propia sangre al correr por mí cuello... Ese será el placer para terminar con todos los placeres”. (Peter Kürten)

“Yo soy un error de la naturaleza” (Andrei Chicatylo)

“Cuando asesino a alguien me siento Dios” (Pedro Alonso López)

"Escuchaba voces que me decían cosas y, cuando no las comprendía todas, trataba de interpretarlas con mis lecturas de la Biblia... entonces supe que debería ofrecer uno de mis hijos en sacrificio para purificarme a los ojos de Dios de las abominaciones y los pecados que he cometido. Tenía visiones de cuerpos torturados en cualquier lugar del Infierno..." (Albert Fish)

   No existe un patrón anatómico ni genético para los asesinos, pero sí podemos percibir cómo el mal deforma sus expresiones. Es hora de echar una ojeada a esos rostros y esas vidas tenebrosas:


Andrei Chicatylo, caníbal de niños. Era el típico marido sumiso y asexual. Hacía todo lo que su mujer le ordenaba o casi todo. Ella solía desear los placeres del lecho con más frecuencia que él, y eso les llevaba a frecuentes discusiones, a que ella le recordase en todo momento lo taciturno e inerte que era. Chikatylo mató por primera vez a los 42: abordó en la calle a una niña de nueve años de edad, y la convenció para que se fuera con él a una cabaña que poseía en las afueras de la ciudad. Sabía como hablar a los niños, él mismo había sido maestro y tenía a sus dos hijos. Una vez allí la desvistió con violencia. Accidentalmente, le hizo un rasguño del que brotó sangre, hecho que le propició una erección inmediata, estableciendo el vínculo fatal entre sangre y sexo.

Otis Toole, asesino y necrófilo. Vivió una infancia lúgubre y de abusos marcada por una abuela satanista y una hermana que le sometió a todo tipo de perversiones sexuales desde que Otis tenía seis años. A los 7 años ya se vestía de niña, era algo retrasado. Se libró de su hermana cuando a ésta la metieron en un reformatorio. Entonces se hizo amante de un vecino. Le fascinaba el fuego y se masturbaba después de prender fuego a una casa. Se convirtió en un adicto sin recuperación a las drogas y el alcohol antes de cumplir los diez años. Con 13 años se ofrecía gratis para hacer felaciones a los borrachos, con 14 años cometió su primer asesinato y cuando tenía 25 había cumplido trece condenas.

Pedro Alonso López, el “Monstruo de los Andes”, violó y mató  a unas trescientas niñas. Hijo de una prostituta, Pedro era el séptimo de trece hermanos. A los 18 años de edad fue arrestado por robo de vehículos y sentenciado a siete años de prisión. Fue violado por cuatro presos el primer día, pero más tarde los mató a todos con un cuchillo. Cuando salió libre, Pedro viajó extensamente por todas partes del Perú. Atacó violentamente y asesinó a unas cien muchachas jóvenes de tribus selváticas. Fue capturado por un grupo de ayacuchos mientras intentaba secuestrar a una niña de 9 años de edad.  Los indios le despojaron de sus ropas y pertenencias y lo torturaron durante varias horas antes de enterrarlo vivo. No obstante, tuvo la suerte de su lado, porque un misionero americano intervino y convenció a sus captores de que el asesinato era impío y que debían entregar a Pedro a las autoridades peruanas. La policía no quiso perder el tiempo en investigar la denuncia de las pequeñas tribus (mucho menos grave que el robo de vehículos, por ejemplo) y deportó a Pedro a Ecuador, donde siguió con sus tropelías.  “A mí me caen bien las muchachas en Ecuador," dijo, "son más dóciles y más confiadas e inocentes, no son como las muchachas colombianas que sospechan de extraños."

Albert Fish, coprófago y caníbal. Ante el psiquiatra explicó que por orden divina se veía obligado a torturar y matar niños, el comérselos le provocaba un éxtasis sexual muy prolongado. También confesó las emociones que experimentaba al comerse sus propios excrementos, y el obsceno placer que le producía introducirse trozos de algodón empapado en alcohol dentro del recto y prenderles fuego. Los hijos de Fish contaron cómo habían visto a su padre golpeándose el cuerpo desnudo con tablones claveteados hasta hacer brotar sangre.

Henry Lee Lucas, asesino múltiple y necrófilo. Siendo niño vio a su madre prostituirse y golpear a su padre, un alcohólico al que le faltaban las piernas. Soportó que le vistieran como si fuera una niña. Por supuesto se crió desnutrido, sin atención, sin educación ni valores. Sus primeras experiencias sexuales las mantuvo con animales a los que violaba para luego degollarlos. Anduvo por la Unión asesinando en solitario hasta que en Miami conoció al que se convertiría en su amante y consejero: Otis Toole. Juntos se dedicaron a asesinar y descuartizar por la autopista I-35 repartiendo luego los trozos por todo el país, lo que hizo que la policía tuviera problemas para encontrar pistas. Henry Lee Lucas mataba mujeres usando un cuchillo, y Otis ultimaba hombres, disparándoles. 
   En cierto momento, sin embargo, pareció que Lucas sentaba cabeza, al ponerse de novio con la sobrina de Otis. Durante un tiempo incluso se dedicaron a cuidar de una anciana, pero Henry no aguantó mucho tiempo y decidió volver a la carretera. La joven pidió a Henry que le llevara a ver a su familia a Florida..Hicieron auto-stop y surgió una discusión que terminó con la jovencita asesinada con el famoso cuchillo de Henry, directo al corazón. Una vez muerta la violó. Más adelante diría que aquel fue el mejor polvo con su chica.

Aileen Wuornos, prostituta y asesina.  Sus víctimas eran hombres de mediana edad que aparecieron muertos cerca de alguna ruta o camino. Todos habían sido robados y asesinados con una pistola calibre 22. Aileen confesó seis asesinatos, y alegó que todos fueron cometidos en defensa propia, pues esos hombres intentaban violarla. Antes de que terminara ese mes, ella y su abogado vendieron los derechos cinematográficos de su vida. Pero el jurado no tenía el mismo gusto que los productores de cine: la sentenciaron a morir ejecutada. La pena se cumplió en el otoño de 2002.

   El mal pone un brillo insano en la mirada, pero no siempre es posible captarlo en una foto. ¿Necesitamos la ayuda de un biólogo, o de un psicólogo, para describir a un hombre envilecido? No lo creo; el bien y el mal pueden ser percibidos por cualquiera. “Por sus frutos les conoceréis”, reza el Evangelio, y por una vez está en lo cierto. Conociendo los hechos, es posible interpretar mejor esa mirada que nuestra percepción fisonómica intuía como maligna. Pero ¿cuándo hace caso la gente a su intuición?
   Tan difícil como detectar a un asesino es reconocer a un santo, sólo por la expresión de su rostro. En todo caso, yo he conocido a alguien con un don especial. Se trata del padre David Sutil Honrado, quien irónicamente fue despojado de sus hábitos y excomulgado, bajo la acusación de vender misas. Cierto es que el hombre tenía sus defectos; ni siquiera un santo es perfecto, pues todos estamos expuestos a la influencia de ambos polos morales, verbigracia, el bien y el mal. Chicatylo amaba a sus hijos, aunque fuese un monstruo. El mal era la nota fundamental de su alma, pero podía ser bueno a veces. Albert Fish dejó escapar a algunas de sus víctimas, compadecido de sus sufrimientos. Así pues, nadie es del todo malo, o del todo bueno.
                                       
                               San Pío de Pietrelcina, el estigmatizado milagroso

   El hombre al cual me refiero solía imponer sus manos a los fieles que se le acercaban al final de la misa. Yo fui también a verlo, por curiosidad, y me impuso las manos: al momento sentí un calor en el rostro, nada más. Pero esa noche, al acostarme, experimenté una serenidad desconocida; era una sensación prístina que alejaba toda preocupación, y por un rato, fui un bendito de Dios. Ni siquiera el tormento de Eros me tentaba; si pudiese mantenerme en este estado, pensé, sería un asceta feliz. Me dormí, y al despertar, la serenidad de cristal se había ido…










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