Racionalismo y materialismo



   Un niño de corta edad mira una función de títeres: para él, tienen movimiento propio, pues no ve los hilos de los cuales penden, ni a quienes los manejan. El niño es materialista: sólo cree en aquello que ve. Su razón no se ha desarrollado aún, por falta de experiencia y la reflexión que ésta conlleva. Junto a él se encuentran sus padres; ellos tampoco ven al titiritero, pero saben que los movimientos de los títeres responden a un motor invisible. Los padres son racionales: han descubierto que las apariencias engañan, y que los fenómenos tienen causas ocultas.
   El pensamiento científico debe aprender a convivir con los principios no evidentes cuya actuación en la realidad genera fenómenos –éstos sí- perceptibles; no siempre es posible descubrir al titiritero y tomarle una foto. Sin embargo, muchos científicos conservan la actitud del niño, sólo creen en lo que ven, y se limitan a describir los fenómenos, sin indagar las causas.  Valga como ejemplo la persistencia con que se atribuye todo rasgo humano a los genes, porque es el único factor visible de la herencia.  No hay diferencia genética apreciable, sin embargo, entre dos hermanos, uno de ellos multimillonario, el otro indigente; aquél asesino múltiple, el otro médico consagrado a sus pacientes; una hermana hermosa, la otra desabrida. No existe el gen de la hermosura, la maldad o el éxito financiero, por la simple razón de que los genes son solamente los ladrillos con los cuales se construye el organismo humano.
   Sería vano buscar la diferencia entre la catedral de Nôtre Dame y un galpón ferroviario analizando los ladrillos que los componen; la diferencia estriba en el diseño, en el espíritu del edificio, no en el material. Del mismo modo, es imposible diferenciar un filántropo de un estafador por su código genético. Pretender tal cosa es volver al error de Lombroso, aquel criminalista italiano del siglo XIX que buscó caracterizar a los criminales por su fisonomía.
   Ladrillos, teja, madera o vidrio son los genes; con ellos se edificará una estructura biológica, una antena que sintoniza esquemas y conductas anteriores. El hornero no tiene codificadas en su ADN las instrucciones para hacer su nido, ni la abeja contiene en sus genes la fórmula para construir un panal. ¿Cómo lo saben entonces? Ambos captan, como antenas vivas que son, la sintonía de sus ancestros, e interpretan una vez más las pautas virtuales de conducta presentes en la noosfera.
   Frecuentemente observamos que mellizos separados al poco tiempo de nacer, han vivido experiencias sorprendentemente paralelas: se han casado el mismo día, con personas llamadas igual, y esto se esgrime como argumento para probar el determinismo genético. ¿Es sensato buscar en los genes el nombre Pedro, y la fecha 21 de septiembre, porque dos hermanas gemelas se han casado con dos hombres llamados así, en esa fecha?  Hay evidentemente aquí un factor que escapa a los genetistas, porque la fecha de un casamiento depende de imponderables, como la disponibilidad del salón para la boda o la agenda del cura, o las ocupaciones profesionales de los esposos.
   Todavía podría aceptarse que las mujeres con tal configuración genética tuviesen preferencia por tal tipo de hombre, mas hallamos con frecuencia que los dos Pedros son físicamente diferentes, y sólo coinciden en su nombre. Hay un principio actuante en tales casos, un principio invisible, aún para el más potente microscopio.
   A descubrir e intentar comprender dicho principio consagraré algunos ensayos de este libro; desde ya, advierto que el paradigma materialista imperante hoy en la mayor parte del mundo científico no acepta la existencia de tal principio. ¿Hemos de cerrar los ojos al enigma, para no ser excomulgados? Es curioso cómo el pensamiento humano tiende a generar ortodoxias –religiosas o científicas-, con las cuales no se puede disentir, so pena de ser considerado un heterodoxo, un hereje. Por mis títulos universitarios de abogado y magíster en literatura, yo también formo parte del mundo académico, pero siento que el paradigma actual deja demasiadas preguntas sin responder.
   Incluso las concepciones científicas más asentadas, como la teoría de la evolución, requieren una reformulación para adecuarse a la realidad. Pues si bien todos aceptamos la evolución gradual de las especies a partir de cambios adaptativos al medio, ya no es posible -como lo hizo Darwin- atribuir tales cambios al mero azar. No existe una sola especie que haya desaparecido debido a mutaciones incompatibles con el medio ambiente. Si el azar fuese el motor de tales mutaciones, deberíamos verlas por todos lados. Pero nunca se han visto especies que desarrollen órganos inútiles. Lo que en cambio se observa siempre, son seres genéticamente diseñados para desenvolverse en un ambiente determinado. Ante un cambio drástico en el ambiente, la especie –animal o vegetal- desarrolla en el curso de muy pocas generaciones una mutación en respuesta a ese cambio ambiental, con el propósito de adaptarse.
   Se trata de una respuesta biológica al medio motivada por la voluntad de adaptación de la especie, no de una mutación casual. En lugar de ser una suma interminable de accidentes, la evolución biológica es un proceso regido por el profundo deseo de vivir de aquello que se ha dado en llamar el anima mundi.
   Porque de eso se trata la discusión que hoy planteo. De concebir la vida como un proceso mecánico, como una toma de conciencia accidental de la materia; o de reconocer en todas las manifestaciones vivientes a un espíritu deseoso de experimentar el mundo en mil formas diferentes.
   No es raro hoy en el medio académico confundir actitud científica con escepticismo; pero ya a principios de siglo, un matemático y filósofo tan profundo como Henri Poincaré explicó que el escepticismo absoluto es una actitud tan poco racional y  científica como la credulidad absoluta. Quien se declara escéptico por anticipado no es un científico; como tampoco lo es quien se declara creyente en un fenómeno sin haber examinado la evidencia del mismo.
   El racionalista no cree quia absurdum; por el contrario, tiene fe en las conclusiones a donde lo lleva su razón inductiva a partir de hechos tangibles. El materialista escéptico no tiene suficiente confianza en su propia razón, y apenas ésta lo lleva hacia principios abstractos, retrocede espantado, aferrándose sólo a lo que ve, y sin indagar las causas últimas. Es, propiamente, un fetichista; pero este apego a lo sensible en detrimento de la razón impide a muchos pensadores ver más allá de su propia nariz. Buena parte de los fenómenos analizados en este libro permanecerá fuera de toda comprensión mientras no se considere la posibilidad de un principio inmaterial operando en la realidad.
   Nada hay más subestimado que un concepto viejo, que se considera superado; hablar del espíritu hoy ¡qué antigüedad!
   Pero el matrimonio de este antiguo concepto con el moderno método científico puede ser revolucionario: desde esta perspectiva, podemos trazar un paralelo entre la evolución de la cultura y la evolución biológica, pues ambas responden a un mismo principio. Incluso los fenómenos paranormales y coincidencias imposibles pueden ser analizados bajo una nueva luz, y revelarnos una dimensión desconocida de la realidad.  
   Invito al lector a acompañarme a través de un laberinto de apariencias y signos oscuros; guiados por el hilo de Ariadna de la razón, llegaremos a descubrir los principios ocultos a nuestros sentidos.









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