Una paradoja: la precognición



   He aquí algunos casos ante los cuales conviene cerrar los ojos, porque no se pueden explicar recurriendo al azar. Los he tomado del Archivo del Misterio, y tienen el mérito de poder comprobarse, ya que se trata de profecías involuntarias contenidas en obras de ficción compuestas por escritores famosos. Dichas obras tienen fecha cierta de publicación, en todos los casos anterior a los sucesos narrados. Veamos algunas de ellas:

Relatos del futuro.

“La nave Apolón se posó en la superficie de la Luna. Tras varios pequeños brincos pudo estabilizarse. Se abrió su rampa y por ella descendió el comandante Armstrong para pisar por primera vez el suelo de ese mundo desconocido.” Estas palabras parecen ser una crónica de la llegada del Hombre a nuestro satélite en julio de 1969, pero pertenecen a una novela publicada 1954 por el escritor de ciencia ficción Lester del Rey. ¿Se puede creer que los nombres de la nave y del comandante en la novela y en la realidad coincidieron por azar? No me pidan que sea tan crédulo, ustedes que se llaman a sí mismos escépticos…
   Y no es el único caso de anticipación de la realidad que ofrece el género: Los Viajes de Gulliver, escrita en 1726, describe así las dos lunas de Marte:
   "Se ven en el cielo dos estrellas menores o satélites que giran alrededor de Marte, tienen nombre de miedo y su Interior dista del planeta central tres veces su diámetro, en el caso de la primera, y el quíntuple en caso de la segunda”...
   Un siglo y medio después de publicada la novela de Swift, el astrónomo Asap Hall descubría las dos lunas de Marte. Jamás vistas hasta entonces, fueron bautizadas como Fobos (espanto) y Deimos (terror), el nombre de los caballos del dios de la guerra. Para añadir más misterio, las distancias y proporciones descritas en los viajes de Gulliver eran... ¡exactas!

¿Ficción o realidad?
 
   El maestro de lo macabro Edgar Poe escribió una novela en la que una barcaza quedaba a la deriva con cuatro supervivientes de un naufragio. Al verse sin salida, los tripulantes deciden devorar al grumete, llamado Richard Parker -el más bajo en el escalafón de mando- para poder sobrevivir. Gracias a su carne, los caníbales logran resistir y llegar a buen puerto.
    Más de cuarenta años después de publicadas Las aventuras de Arthur Gordon Pym, ocurría algo frente a Cabo Verde que demostraba que Poe no se habla excedido un ápice en su invención. La embarcación Mignonnete naufragó, quedando desahuciados cuatro hombres sobre un improvisado flotador en forma de tabla de madera.
   Tras varios días sin ver la costa, azuzados por el hambre, decidieron comerse al grumete: un joven llamado… Richard Parker.
   Otro narrador del futuro fue el francés Julio Verne. Profetizó ingenios como el helicóptero, las bombas de fragmentación, el cine sonoro o los rascacielos. En su obra “De la Tierra a la Luna” -escrita en 1865- llama Columbiad al proyectil con humanos dirigido a nuestro satélite. Ciento cuatro años después el módulo de la nave Apolo que completara la misión real llevaba el nombre de Columbia, con un peso muy similar al ideado por el escritor. La vigilancia del viaje del proyectil se realiza en la novela desde un imaginario telescopio gigante, con lente de cinco metros de diámetro, situado en las Montañas Rocosas. Dimensiones y ubicación real del gran radiotelescopio de Monte Palomar.
   El viaje en la obra de Verne se realiza a una velocidad de 40.000 km/h., consumándose el trayecto en 97 horas. En la realidad el Apolo XI viajó a 38.500 km/h y la singladura requirió 102 horas. Al regreso, la nave real amerizó en un punto concreto del Océano Pacífico, lugar que distaba tan solo cuatro kilómetros del imaginado por Verne un siglo antes.
   Un caso más de anticipación protagonizado por un escritor: el norteamericano Mark Twain. De manera insistente solía repetir a sus amigos "Yo nací con el cometa y me iré con él". Y en efecto, su vida transcurrió entre las dos apariciones del cometa Halley, que señalaron el momento de su nacimiento y su muerte.
   
El gemelo del rey.

   Humberto I de Italia (1844-1900), figura clave en la Europa de finales del sigo XIX, protagonizó un suceso que hizo correr ríos de tinta y expresiones de terror y fatalidad por todo el país.
   El 29 de julio de 1900 el monarca, antes de asistir al festival deportivo de Monza, sintió el irresistible impulso de entrar a almorzar en una modesta trattoria que nunca antes había visitado. Ya en su interior, mientras estaba comiendo, se sobresaltó al notar la peculiar fisonomía de uno de los camareros. Le mandó llamar a su mesa y allí supo que era en realidad el dueño del local. Cara a cara el rey comprobó que su rostro, orejas, nariz, cabello y estatura eran idénticas a las suyas. Aquel hombre era una insólita gota de agua, un calco vivo de carne y hueso. Humberto I palideció al saber que ambos habían nacido el mismo día -14 de marzo-, tenían sendas mujeres del mismo nombre, Margarita; y el dueño había abierto aquel lugar justo el mismo día -9 de enero de 1878- y a la misma hora, en que el rey había sido coronado. Una placa de bronce situada a la entrada daba fe de aquella nueva "coincidencia".
   Alucinado por aquel encuentro, el monarca decidió invitar a su doble al festival. Quedaron en ello, y tras un cordial apretón de manos, el rey comentó, muy impresionado, aquella increíble casualidad a su séquito.
   Pocas horas después, ya instalado en su palco para ver el espectáculo, el rey vio avanzar a un mensajero hacia él, portando una infausta nueva: el dueño del restaurante había sido acribillado a balazos por unos criminales a la misma entrada del estadio.
   Consternado por tan inesperada noticia, el rey quiso abandonar el lugar, pero antes de cumplir su propósito recibió las balas del anarquista Gaetano Bresci, que lo dejaron muerto en el acto.
 
   He aquí los hechos, desnudos y duros. Pocos pensadores serios se han atrevido a conjeturar sobre ellos, pues ponen en riesgo las nociones aceptadas sobre causa y efecto. Los más, tildan de irracionales a quienes nos ocupamos de estas “coincidencias imposibles”, lo cual no deja de constituir una paradoja. Irracional, en todo caso, es a veces la realidad, no quien intenta comprenderla. Cualquiera puede confirmar las fechas de publicación del Arthur Gordon Pym de Edgar Poe, o de Los viajes de Gulliver de Swift, y compararlas con las de los hechos narrados. El encuentro de Humberto 1 con su gemelo está relatado en cuantas crónicas se desee. Pregunto de nuevo: ¿es irracional sentirse atraído por estos misterios, y buscar una explicación? Quizá la irracionalidad mayor sea encogerse de hombros e ignorarlos, y seguir llamándose a uno mismo científico. Por mi parte, voy a arriesgarme a descubrir al titiritero invisible, aquel principio que permite a un escritor describir con nombres y señas un suceso aún por venir.
   Sabido es que, según la teoría de la relatividad, el transcurso del tiempo depende de factores como la gravedad y la velocidad del cuerpo que se considere. Ningún cuerpo u onda puede superar la velocidad de la luz: alcanzada dicha velocidad, el tiempo se detiene. Más allá de esta barrera física, el tiempo corre hacia atrás, sólo que nada material puede atravesarla... pero el espíritu, según su definición tradicional, es inmaterial, por lo tanto, no está sometido a las limitaciones del espacio tiempo.
   He aquí el principio desconocido que posibilita las premoniciones, nuestro titiritero invisible: el espíritu. No descubro nada nuevo, a fin de cuentas, sólo vuelvo al doble principio tradicional -cuerpo y espíritu- el cual permite explicar la posibilidad de la precognición, sin renunciar al libre albedrío. Pues mientras el cuerpo actúa y produce cambios no predeterminados en el mundo, el espíritu desdoblado –liberándose de sus coordenadas espaciotemporales- puede vislumbrar el resultado de su acción en el futuro, mas nada es capaz de cambiar, debido a su misma inmaterialidad.
  En otras palabras, el cuerpo es protagonista de una película de la cual no puede salirse en ningún momento; el argumento y el final del film –su propia vida- dependen de sus acciones y las de los otros actores, no están predeterminados. Por su parte, el espíritu desdoblado –desasido del cuerpo- es el espectador, sin poder alguno para producir cambios en la película, aunque pueda adelantar la proyección y vislumbrar el final.
   Existen, sin embargo, algunos momentos en los que el espíritu encarnado vislumbra el peligro inminente y puede cambiar el curso de los acontecimientos. Esto es difícil de explicar, pero tengo una conjetura al respecto: pongamos por caso un jugador de ruleta que arriesga grandes sumas en el juego. Al ponerse la bola a rodar, intuye el número que va a salir, y alcanza a hacer su apuesta antes del fatídico “no va más” del croupier. Contrariamente a las profecías de largo aliento, en las cuales el espíritu trasciende sus coordenadas espacio-temporales para vislumbrar el futuro, el pálpito o corazonada del jugador consiste en la recepción del eco psíquico de un suceso próximo, eco que por su naturaleza espiritual viaja hacia delante o atrás en el tiempo. En este caso, existe la posibilidad de dar un golpe de timón, y cambiar la propia conducta para aprovechar una oportunidad, o evitar el peligro.
   Es el acontecimiento que avisa al actor por anticipado, y le da la chance de actuar al respecto.
   Antes de cerrar estas líneas, debo decir algunas palabras sobre las profecías y las corazonadas equivocadas. Existen, desde luego, y aún superan en número a las acertadas.
  No hace falta negarlas para aceptar la realidad del fenómeno precognitivo, pues así como la existencia de dólares falsos no implica la inexistencia de dólares auténticos, las visiones falsas del futuro no invalidan las auténticas.
   Frecuentemente se recurre al azar para explicar los aciertos, sin reparar en que ciertas profecías –como las citadas en este ensayo- ofrecen nombres en conjunción con acontecimientos cuya coincidencia estadística es una en millones. Por ejemplo ¿qué probabilidad hay de que un relato de alunizaje incluya los nombres de la nave Apolo (“Apolón”) y del comandante Armstrong? Entre los millones de nombres que pudo tener la nave, sólo había una probabilidad de acierto. Y esta probabilidad nuevamente debemos multiplicarla por los miles de nombres posibles del comandante, perfectamente identificado en la novela de Lester del Rey publicada en 1954. Millones multiplicados por miles, nos da billones, según usemos la terminología norteamericana, o miles de millones, si utilizamos la española. En todo caso, es una cifra astronómica. La probabilidad de que Lester del Rey acertara al mismo tiempo con el nombre de la nave y con el del comandante que efectuó el primer alunizaje es de una en mil millones, o en diez mil millones, o en billones...
   ¿Es serio atribuir este acierto al azar? No es serio, pues no hay miles de millones de novelas cuyo tema sea el primer alunizaje, sino apenas, tal vez, una docena... Y si calculamos la probabilidad estadística del Arthur Gordon Pym de Poe, donde se menciona con nombre y apellido al hombre sacrificado por sus cuatro compañeros de naufragio muchos años después, a saber, Richard Parker, nuevamente la probabilidad es infinitesimal, pues hay que multiplicar miles de nombres por miles de apellidos posibles, para relacionar dicho nombre y apellido con un hecho excepcional. Esta es la verdadera estadística, cuyo análisis omiten los escépticos.
   Con lo cual volvemos a la frase que abre este ensayo: he aquí algunos casos ante los cuales conviene cerrar los ojos, porque no se pueden explicar recurriendo al azar.




Actualización

   La precognición, o visión remota de acontecimientos futuros, tiene su contracara, a saber: la fuga de objetos materiales a otras coordenadas espacio temporales, muchas veces remotas con respecto al lugar y tiempo de origen. Estos objetos son llamados Ooparts (out of place artifacts). El libro de Charles Fort recopila una cantidad de informes aparecidos en revistas científicas y periódicos del siglo XIX e inicios del siglo XX, referidos principalmente al hallazgo por parte de mineros, de objetos incrustados en la roca, totalmente fuera de lugar.
   Nuestro muy escéptico y posmoderno siglo XXI sabe eludir estos problemas, proscribiendo tales informes de los medios de difusión y publicaciones científicas. Con ello quedó obliterada y prescripta la cuestión, pero… por desgracia para quienes se apresuran a silenciar o negar toda anomalía, existe Internet. Y ahora basta con buscar en imágenes de Google para comprobar que los objetos fuera de contexto espacio-temporal son una realidad.
   El primer problema planteado por este tipo de objetos –o mejor dicho, el primer caso- es el viaje en el tiempo. Sólo es imposible si creemos poder controlarlo, y transformar la existencia en una paradoja, al enviar un hombre del futuro a matar a su antepasado. Pero la imposibilidad se elimina si admitimos el carácter aleatorio y esencialmente inmanejable del fenómeno. En este caso, los viajes al pasado de objetos y personas ya ocurrieron, e influyeron el devenir, sin que exista posibilidad de cambiar lo que ellos hicieron enviando nuevos viajeros a unas coordenadas espacio-temporales específicas. Al sumergirse en la inmaterialidad, el viajero del tiempo ingresa en la aleatoriedad del mundo subatómico, siendo su destino imprevisible. La paradoja del viaje en el tiempo es sólo aparente, una entidad de razón, como las paradojas de Zenón. Pero la realidad demuestra que estos movimientos -imposibles para el sentido común- se producen con frecuencia.
                             

   A las evidencias me remito: el martillo fósil del museo Somerwell, en Texas, no es la herramienta de un obrero contemporáneo a los dinosaurios; es un martillo moderno que viajó en el tiempo, quedando incrustado en la roca que creció a su alrededor. Otro tanto cabe decir del conector electrónico embutido en granito, hallado en el desierto norteamericano. Y del insólito reloj-anillo suizo, enterrado en una tumba de la dinastía Ming. En este último caso, detectamos una cierta malicia, un toque de humor en el fenómeno, que nos habla de una fuerza psíquica actuando, más allá de lo meramente físico.
   Es el caso recordar las historias de duendes irlandesas o amerindias, que atribuyen a los duendes un espíritu bromista y caprichoso. Según estos mitos, los duendes esconden las cosas o las hacen desaparecer para reírse de los humanos. Yo no sabría decir si son duendes quienes pusieron un reloj suizo en la tumba de un antiguo emperador chino, pero la historia se parece menos a una casualidad que a una travesura.
                           
   Los ooparts plantean otras preguntas, que estamos aún lejos de responder: ¿pueden las fuerzas extrañas modelar objetos, fabricarlos, -como los hrönir del cuento del Borges- o sólo deformarlos? ¿pueden crearlos ex nihilo? ¿o bien influyen la mente de un artesano, inspirándole ideas locas, para luego arrebatar el objeto y enviarlo a otro tiempo y lugar, donde aparece como un meteorito?
   Cualquiera sean las respuestas a estas preguntas, hay unas fuerzas espirituales actuando, una conciencia, que nunca podremos encerrar en las probetas de un laboratorio. Esta conciencia, una y múltiple, da muestras de sentido estético, de humor, de crueldad a veces… ¿a quién se parece? ¡a nosotros!
   Pero actúa fuera de nuestros cuerpos, nos trasciende. Es exterior y al mismo tiempo interior. La meditación es la forma indicada para llegar a ella, pero también podemos encontrarla en la naturaleza, en estado salvaje. En un agujero circular de las nubes, en los dedos chorreantes del hielo sobre el tejado, en los fuegos con formas de duendes…















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