Vibraciones



   ¿Cómo se conocieron los Beatles? No me refiero a la anécdota, sino al principio que los juntó. ¿O fue por azar que los dos compositores más grandes de la música moderna, John Lennon y Paul Mc Cartney, ambos perfectos desconocidos, coincidieran en la misma banda? Entre miles de músicos ingleses, el destino los juntó a ellos dos, y agregó, para más brillo, a George Harrison, un guitarrista lírico como ellos, y un poco más tarde, a Ringo Starr, compositor de talento, aunque no tan fecundo como los demás. Barajar probabilidades estadísticas es complicado y enojoso; además, los matemáticos no sabrían distinguir entre el lirismo beatle y la rebeldía rolling stone, suponiendo equivocadamente que Mc Cartney y Keith Richards podrían componer juntos.
   Hay un antiguo principio que permite explicar estos encuentros: la atracción de los semejantes o simpatía. “Dios los cría y ellos se juntan”, dice el refrán popular, y es verdad, para bien o para mal. Me ha tocado ver cómo en medio de una reunión de la colectividad griega –cientos de personas en un mismo salón- dos estafadores de bajo nivel fueron atraídos enseguida el uno hacia el otro, con la fuerza de un imán. Ellos hablaban un lenguaje diferente al de los honestos comerciantes y filántropos que los rodeaban, y les bastó una solo mirada para entenderse. Luego formaron equipo, desplumando a algunos ancianos y robando dineros de la colectividad con tarjetas de crédito.
   El espíritu humano vibra como las ondas que atraviesan el éter; esas vibraciones tienen frecuencias determinadas, y sólo podemos captarlas sintonizando dicha frecuencia. Los espíritus que vibran en diferentes frecuencias sencillamente no se entienden, y será vano que emprendan proyectos comunes. Por el contrario, aquellos que sintonizan la misma frecuencia espiritual, se atraen mutuamente, se encuentran en medio de las multitudes, y juntos pueden componer canciones o poemas, o delinquir, según sea su vocación innata.
  Yo experimenté una de estas sintonías espirituales con mi propia mujer, Cristina. Mientras vivíamos en Grecia, yo atravesaba una etapa fecunda de composición poética; cada día le recitaba uno o varios poemas nuevos. Al contacto con el mío, se despertó su propio talento, y pronto empezó a componer por su cuenta. Al principio, yo la ayudaba a dar forma a sus versos, pasando algún párrafo de verso a prosa o retocando apenas su gramática. Luego no hizo falta mi intervención, a medida que su criterio maduraba.
   Sus poemas eran sencillamente maravillosos; yo estaba asombrado de su talento, ella no tenía lecturas suficientes para componer así, a excepción de mi propia poesía leída en voz alta. Llegó a ponerme en aprietos y hacerme sentir inseguro de mis capacidades creativas. ¿Cualquiera podía componer poesía de calidad? Hasta entonces, yo me consideraba poseedor de un don raro para el verso, un privilegiado. Ahora dudaba; si Cris podía componer tan bien, tal vez yo era simplemente un poeta más, mis versos no eran extraordinarios a fin de cuentas. Desafiado por ella, cuestioné mis métodos y redoblé mi creatividad: nuevas proezas imaginativas vieron la luz sobre el papel, frescas y milagrosas. Pero el talento poético de Cris se desarrollaba a su vez como una flor, cobrando nuevos colores.
   Era una competencia creativa, ambos queríamos demostrarle al otro nuestro poder imaginativo. En cierto momento ocurrió algo inesperado: un retruécano donde cada uno sumaba una frase para superar al otro, se convirtió en un poema por derecho propio. Todavía excitados por la lucha, nos quedamos azorados, viendo cómo nuestros talentos habían dado un fruto común. En lugar de mantenerse aisladas, nuestras fantasías habían convergido y se habían mezclado, sin que nosotros mismos nos diésemos bien cuenta del proceso.
   Con el tiempo, fuimos dominando mejor la técnica, y nos convertimos los dos juntos en un poeta aparte de cada uno de nosotros. Algunas de mis ideas poéticas podía realizarlas yo solo; pero otras requerían la imaginación de Cris para poder completarse. Así, por ejemplo, una noche tuve una inspiración en plena calle: dije en voz alta “Hilera de luces suspendidas frente a las casas”... y me detuve, no sabiendo cómo seguir. Pero Cris recogió al vuelo mi frase inconclusa, y la remató: “termina en un punto oblicuo”. ¡Ese era el poema! Yo solo no hubiese podido hacerlo.
    Así compusimos un libro entero de poemas, donde la telepatía jugó un papel decisivo. En ciertos casos, yo le dejaba servido sin darme cuenta un retruécano, o juego de palabras, al mismo tiempo que ella me sugería una imagen absurda. O formulábamos juntos una sola idea. Habíamos desarrollado una intuición especial para detectar aquellas ideas o situaciones que provocarían una respuesta creativa del compañero, y así dejábamos “picando” una sugerencia, para que el otro se luciera explotándola.
   Gracias a esta experiencia, he comprendido cómo los músicos pueden componer en colaboración. El requisito indispensable es que exista vibración simpática, y una perfecta sintonía entre los compositores.

Sucesos en cadena

   El principio de atracción por simpatía no opera únicamente entre seres humanos, sino también entre acontecimientos similares. Así, todos hemos notado que algunos días las cosas nos salen bien, y viceversa. Los hechos de nuestra vida tienen carga psíquica, y por lo tanto, una vibración discernible como “buena”, “favorable”, o “desfavorable”. Parecen sincronizarse aquellos sucesos que nos benefician, y otro tanto hacen los perjudiciales entre sí. Especialmente, el sincronismo se da entre sucesos de un mismo tipo, por ejemplo, cobros en efectivo. “El dinero atrae al dinero”, suele decirse; también podríamos afirmar que “el amor atrae al amor”. Observamos por todas partes gente con suerte para las transacciones financieras, pero que en cambio, son desdichados en el amor. Aquel otro, en cambio, tiene en su haber todo un rosario de conquistas amorosas, mas sufre apuros económicos.
    En mi caso, he observado muy buena suerte en los juicios –menos mal, porque de eso vivo- y mala suerte con el mundo editorial, que devuelve sistemáticamente mis escritos sin respuesta alguna. De este modo, no es raro para mí recibir una sentencia favorable y al mismo tiempo un rechazo editorial. Pero aquí entra a jugar otro factor, que es la suerte selectiva del individuo, a la cual consagro algunas líneas en otro ensayo.
    Lo más grave de todo es que la desgracia atrae a la desgracia, y así vemos casos de personas que acumulan pérdidas familiares o enfermedades, debiendo sufrir una serie de golpes penosos del destino sin merecerlo. Todo ello es obra de la atracción de los semejantes, vale decir, del sincronismo –para usar el término jungiano- entre sucesos independientes entre sí, pero con el mismo signo psíquico.

La  serialidad de Kammerer
                                                                                                                     
   La primera persona que estudió las leyes de la coincidencia científicamente fue el doctor Paul Kammerer, director del Instituto de Biología Experimental de Viena. Desde que tenía veinte años, empezó a escribir un “diario” de coincidencias. Muchas eran triviales: nombres de personas que surgían inesperadamente en conversaciones separadas, tickets para el concierto y el guardarropas con el mismo número, una frase de un libro que se repetía en la vida real. Durante horas, Kammerer permanecía sentado en los bancos de los parques tomando nota de la gente que pasaba, anotando su sexo, edad, vestido, y si llevaban bastones o paraguas. Después de haber considerado detalles tales como la hora punta, el tiempo y la época del año, descubrió que los resultados se clasificaban en “grupos de números” muy similares a los que usan los estadísticos, los jugadores, las compañías de seguros y los organizadores de encuestas. Kammerer llamó a este fenómeno “serialidad”, y en 1919 publicó sus conclusiones en un libro titulado Das Gesetz der Serie (La ley de la serialidad). Afirmaba que las coincidencias iban en serie -es decir, “se producía una repetición o agrupación en el tiempo o en el espacio por la cual los números individuales en la secuencia no estaban conectados por la misma causa activa.”
Kammerer sugirió que la coincidencia era meramente la punta de un iceberg dentro de un principio cósmico más grande, que la humanidad todavía apenas reconoce.
Al igual que la gravedad, es un misterio; pero a diferencia de ella, actúa selectivamente para hacer coincidir en el espacio y en el tiempo cosas que poseen alguna afinidad. “Así pues -concluyó-, al final tenemos la imagen de un mundo-mosaico o de un caleidoscopio cósmico que, a pesar de los constantes movimientos y nuevas disposiciones, también se preocupa por hacer coincidir cosas iguales.”


La sincronicidad de Jung

  Un gran salto hacia adelante tuvo lugar cincuenta años más tarde, cuando dos de las mentes más brillantes de Europa colaboraron para producir el libro más completo acerca de los poderes de la coincidencia, un libro que iba a dar lugar a controversia y a ataques por parte de teóricos rivales.
   Los dos hombres eran Wolfgang Pauli -cuyo principio de exclusión, ideado de una forma muy atrevida, le mereció el premio Nobel de física- y el psicólogo-filósofo suizo profesor Carl Gustav Jung. Su tratado llevaba el original título de Sincronicidad, un principio de conexión no causal. Descrito por un crítico americano como “el equivalente paranormal de una explosión nuclear”, utilizaba el término “sincronicidad” para ampliar la teoría de la serie de Kammerer. Según Pauli, las coincidencias eran “las huellas visibles de principios desconocidos”. Las coincidencias, explicó Jung, tanto si se dan aisladas como si aparecen en serie, son manifestaciones de un principio universal apenas conocido que opera con bastante independencia respecto de las leyes físicas. 

Atracción simpática

  El principio sospechado por Jung y Pauli, pero no identificado por ellos, según el cual los sucesos similares se agrupan en el tiempo, o se conectan con una misma persona, produciendo series o cadenas de sucesos, es la atracción simpática de los semejantes. Aquella misma atracción que reúne a las personas con sensibilidad parecida, o con una misma visión del mundo, es la que agrupa acontecimientos similares. Afirmo que ella es la causa de la serialidad. Y no puede tratarse de una fuerza física en este caso, sino psíquica, pues las conexiones entre dichas personas y sucesos son puramente espirituales. Desde luego, estamos autorizados a buscar analogías en el mundo físico para definir esta fuerza, puesto que materia y espíritu son dos aspectos de una misma totalidad: el ser vivo.
   El molde virtual del espíritu modela al cuerpo, y éste, a su vez, al ser modificado, altera al espíritu. ¿Puede concebirse a un imán sin su campo magnético? Sin él, ya no es un imán. Del mismo modo, un ser vivo deja de serlo sin su espíritu. Mientras el hombre vive, está sometido a la acción de los campos espirituales individuales y sociales, cuyas fuerzas influencian su vida de manera aún poco conocida; tal vez más profundamente de lo que sospechamos.












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